lunes, 5 de diciembre de 2011

LA VIDA ES SENCILLA

Los libros de Chente
De venta en la librería: La casa del libro: 5a. Calle No.5-18, Zona 1.
Ciudad de Guatemala.
Teléfono 2232 1785. Ubicada en Casa Cervantes.



Para muestra un botón:

CAPÍTULO 12

        Marchaba con paso firme sobre  la senda de mis cincuenta años de edad cuando me enamoré. Enamorarse no es privilegio de unos pocos, es un riesgo potencial para todos, sea hombre o mujer. Y me enamoré de ella y ella de mí.
        ¿Cómo sucedió?
        Me encontraba disfrutando de una fiesta de cumpleaños, en compañía de varios amigos, cuando la vi entrar y de inmediato captó mi atención. Era una chica de buena presencia, de ésas que no pasan desapercibidas y que todo el mundo vuelve a ver con admiración o con envidia. Lucía traje formal, gris; con blusa blanca, corta, que dejaba al descubierto un ombligo deliciosamente perfecto.  Un ombligo al aire que me invitaba a soñar despierto. Me hubiera gustado llenárselo con miel y sorberlo con lentitud, sintiendo el estremecimiento erótico de la damita.
        A mi memoria, vino el recuerdo de un día caluroso de marzo en el que después de haber hecho el amor con pasión con una de mis conquistas pasadas, me asombré al descubrir que el ombligo de mi compañera rebosaba de sudor. Era como un pequeño pozo. Sorprendidos y divertidos tuvimos que abatirlo con papel absorbente para que no mojara las sábanas. 
        Este recuerdo, hizo que deseara a la chica que entraba, pero jamás imaginé que a la postre llegaría a ser mi esposa.
        Ya el destino movía sus piezas.  Como un milagro, la linda señorita se dirigió hacia la mesa que ocupábamos con mis amigos y otros invitados que no conocíamos. Uno de esos convidados se puso de pié, la saludó y le ofreció un asiento entre él y yo.  Su belleza me cautivó y al mismo tiempo me dejó frío.  Estático.  
        Ella con la confianza que le daba su porte de reina y con la seguridad de quien se siente superior a los demás, se quitó la chaqueta, la colocó en el respaldo de su silla y al hacerlo, me regaló una sonrisa. La sonrisa mas linda que puede recibir un enamorado, porque de antemano, por ella, ya había claudicado hasta de la soltería.  Por lo menos, eso pensé, auque no habíamos cruzado palabra.
        En el pasado, había vivido varios años con una mujer, pero sin estar casados.
        Tomé un buen trago, para salir de la jaula en que me había atrapado su belleza y, adquiriendo valor de alto octanaje Gay Lusac, la invité a bailar. Me vio por un instante, dubitativa, pero luego, en sus ojos hubo un leve destello; un chispazo que interpreté como la promesa de un bello amanecer en el horizonte de mis solitarios sueños, y en un arranque inesperado, se puso de pie, tomó mi mano y nos dirigimos hacia la pista de baile. La seguí con docilidad, considerándome dichoso y aunque no lo comprobé, creía que todos me veían con envidia.
        Ahí surgió el amor. Yo, como mencioné, cincuentón, aparentando menos edad. Sin arrugas y bien maiceado, como dicen los muchachos. Ella, joven, llena de vitalidad, moviéndose al compás de la música.
            Mis ojos no perdían detalle, recorrían sus brazos, sus hombros, el cuello y caían sin resistencia hasta su ombligo y mi mirada se envolvía al rededor de su cintura cuando el ritmo musical la hacia girar.
        Es qué el cuerpo de una joven, no es lo mismo para el muchacho, que para el hombre maduro. Para el joven, es algo que todo el tiempo está a su alcance, lo natural y lo que esperaría en cualquier momento.  Es una joya, que si no se consigue aquí, se consigue allá.  Opciones le sobran.
        Para el hombre maduro, es un bien escaso, un regalo valioso. Un tesoro, que si no se aprovecha  puede perderse para siempre.  Es revivir o más bien, vivir de nuevo.
        Con este sentimiento, más que una idea, comencé a observar a las personas de mi alrededor. Tenía entre mis brazos al patrón con el que medía al mundo femenino y no encontraba símil.
        Para hacer más evidente la distancia entre mi sueño y la realidad, reparé en la antípoda de mi acompañante idealizada.
        Una de las danzantes vestía una blusa igual a la de Aleida, porque así se llamaba mi futura esposa. Hay patojas a las que les luce ese tipo de prenda. Muestran el abdomen plano, sin grasa y algunas hasta se adornan el ombligo con  llamativos pendientes. Pero a la que observaba, sin pudor alguno, le servía para exhibir sus lonjas. La flácida barriga se le desparramaba por el frente.  Esta chica, pensé, es un atentado contra el ornato, con esa figura contribuye a que la ciudad pierda su belleza.
       
        De antemano estaba conciente de que nunca en mi vida había afrontado algo parecido, algo tan peligroso, como el matrimonio.  No es que fuera gamófobo, pero es un peligro al que todos los hombres estamos expuestos, y no pocos sucumbimos en sus múltiples trampas.

        Siempre había creído que tener novia –o novio- era algo natural, algo que buscábamos todos y todas para pasar el rato, para entretener la vida, para estimularnos mutuamente con el placer de los besos y las caricias.
        Nunca había admitido que la meta del noviazgo fuera el matrimonio; al contrario, creía que el final del noviazgo llegaba cuando se presentaba la opción del matrimonio.  Por esa razón, si alguna de mis anteriores novias, en algún momento comentaba: «Cuando nos casemos haremos tal cosa...» Sentía un escalofrío que me helaba la sangre. -Pero si yo no estoy casándome, decía en mi interior-. Y cuando la cosa se ponía peliaguda, zafaba bulto.
        Para mí, el matrimonio era una opción remota que se daba en algún lugar más remoto aún.
        Así pensaba porque jamás había conocido la dimensión indiscutible del amor.  En realidad, nunca había estado enamorado.
        Ciego, por eso que llaman la locura del amor, mis creencias se disiparon, ni siquiera tenía conciencia de que alguna vez, esas ideas hubieran sido mías.
        Lo que los hados había escrito en el libro del destino tenía que suceder.
        Por supuesto, antes del matrimonia hubo oposición del padre de la chava. Cuando se enteró que su futuro yerno era un viejo, según sus palabras, entre otras cosas, le indicó: «Si tata era lo que buscabas, aquí me tienes, todavía no he muerto».

        ¡Pero valió!  Nos casamos.


        Llevado por el  hechizo de la conquista y el gozo del triunfo; por lo menos, así me parecía en ese momento, quise que nuestra boda fuera algo inolvidable y contagié a mi amada con ese entusiasmo y la ceremonia civil se realizó de la siguiente manera:
        Como entre mis amigos había  varios abogados, invité a tres de ellos a participar como oficiantes de la ceremonia. En realidad, sólo uno actuaría como notario y los otros dos como comparsas.  Deseaba imitar, en lo posible, a lo que me parecía el equivalente solemne de una misa de tres padres.
        Alquilamos una mesa plegadiza, cinco sillas, tres togas y una bandera nacional con su respectivo pedestal.  Un sábado por la tarde partimos hacia La Antigua Guatemala. Llevábamos como invitados, y en calidad de testigos, a otros dos de mis amigos y a dos amigas de mi flamante novia.  Los padres de ella se negaron a acompañarnos.

        Llegamos a la ciudad que el tiempo desdeñó, dejándola rezagada en el pasado. Nos estacionamos a corta distancia del parque central. Entre todos tomamos los artículos que transportábamos y en procesión caminamos por las calles empedradas, entre el costado de la catedral y la antigua Universidad de San Carlos, rumbo al parque. Caminamos los mismo pasos que generaciones anteriores recorrieron con sus ilusiones y esperanzas. El mismo escenario, pensé, diferentes actores y similares sueños.              
        Por esa misma calle pasaron personajes de la colonia, orgullosos de su ciudad y sus edificios. Hasta el Hermano Pedro, debe de haber transitado por ella infinidad de veces en su afán de ayudar al prójimo.
        Muchas personas nos antecedieron, formando parte de la evolución del vestido, las costumbres y el idioma, y muchas más a través de los siglos venideros pasarán sobre nuestras invisibles huellas.  Y ese día, viendo como se reducía la distancia entre el Palacio de los Capitanes Generales y nosotros, la recorrimos también con nuestras ilusiones y esperanzas. Al final de esa calle se distinguía el Cementerio de San Lázaro, destino final de muchos de los soñadores que nos precedieron.

         Ya en el parque, colocamos la mesa en un amplio espacio próximo a la Fuente de las Sirenas. Ante la mirada curiosa de los paseantes, los tres togados quedaron sentados de espalda a la Catedral y nosotros, los contrayentes, sentados de espaldas a la fuente.  En medio de ellos y nosotros, la mesa que nos separaba. Sobre ella, se colocó un buqué de claveles albos que pasamos comprando a última hora, una Biblia y el  Código Civil; todo, sobre un tapete blanco. A uno de los lados de la mesa, la Bandera Nacional.

        Ya instalados dentro del templo que formaban las frondosas copas de los árboles y con la decoración inigualable de sus jardines, más la presencia de los tres profesionales, ataviados con sus respectivas investiduras negras con ribetes rojos, atrajimos a más curiosos. Para mí, todos eran invitados espontáneos a nuestra boda, sin el compromiso posterior de brindarles algo.
        La contrayente, mi Aleida, estaba lindísima; y ya que no tendría la oportunidad de lucir el  tradicional traje blanco de novia, porque nuestra boda sería sólo por lo civil, se compró un traje sastre, crema, que le quedaba como anillo al dedo. Zapatos crema y un discreto sombrerito del cual se desprendía un velo que le cubría los ojos. Fue su gusto y yo lo aprobé. Me gustaría repetir una y mil veces que estaba bellísima. Era un bomboncito. Un ratoncito tierno para un gato viejo. Sólo con verla me sentía feliz y pensaba que a partir de ese día, sería mía por el resto de mi existencia. No es por presumir, pero yo también estaba elegante con mi esmoquin alquilado.

        Uno de los abogados, tomó la Biblia y leyó lo que a su juicio era lo apropiado para la ocasión. Ni atención le puse. La emoción que me embargaba, me hacía contemplar la escena por encima; era como si yo, hubiera abandonado mi cuerpo y me trasladara algunos metros por arriba para observar el acto de mi matrimonio.
        Frente a nosotros, como telón de fondo, la catedral con sus hornacinas ocupadas por las imágenes de quién sabe qué santos y en la parte superior de la puerta principal, algo que parecía insólito para nuestra sociedad tan mojigata y conservadora, dos mujeres desnudas en alto relieve. La gente pasa por ahí o entra a la iglesia y ni coco les ponen a estas dos damas que de alguna manera hicieron volar la imaginación del  arquitecto que diseñó y construyó el templo. Bueno, éste no es un caso único, conozco tres templos católicos del país, que en sus fachadas cuentan con mujeres desnudas. Quizás se trate de una reminiscencia de nuestra madre Eva, desde luego, antes que se comiera la manzana.
        Atrás de nosotros la “Fuente de la Plaza Mayor” llamada de Las Sirenas, la que fue construida  por el arquitecto Diego de Porres durante los años de 1738 a 1739, por encargo del Ayuntamiento.
         A la fuente la adornan cuatro mujeres que serían la envidia de cualquier nodriza, de sus ocho exuberantes senos ha brotado el agua por ya casi tres siglos, sin que se agote el manantial que se origina en lo más profundo de sus pétreas glándulas mamarias.
         Al fijarme en esos detalles, de las mujeres desnudas de la catedral y los exuberantes torsos de las féminas de la fuente, me imaginé que se debía a la proximidad de nuestra luna de miel que estaba a pocas horas de dar inicio. Sensible que se vuelve uno, ¿verdad?, ante la inminencia de un memorable acontecimiento.
        Sin embargo, un temorcito me asaltó: ¿Estaría yo, a la altura de las expectativas amatorias de mi pareja?
        Bueno, ya veremos –me dije- y borrando de mi mente ese atisbo de negativa duda que pretendía nublar mi momento de gloria, me calmé.
       
        El abogado central, el que fungía como notario, tomó la palabra. Leyó lo concerniente al matrimonio civil y luego nos interrogó si estábamos de acuerdo a aceptarnos mutuamente como cónyuges y como era de esperar, dijimos que sí.
       
        El tercer abogado nos felicitó por la fundación de una nueva familia, nos deseó toda clase de parabienes y a continuación nos invitó a firmar el acta de matrimonio. Varias personas del improvisado público,  accionaron sus cámaras fotográficas. Para los turistas se trataba de una experiencia  fuera de programa y un recuerdo más.
        Después que firmamos, bajo una lluvia de aplausos de la espontánea concurrencia, llegó el consabido beso, que me supo a gloria, si es que la gloria tiene sabor. Luego, el profesional invitó a los presentes que quisieran hacerlo, a firmar como testigos de tan solemne acto.
        Entre otros, firmaron nuestros amigos, una pareja de mochileros suecos, un lustrador, dos indígenas de San Antonio Aguas Calientes, de las que suelen vender telas típicas en el parque, otra indígena, hija del sol, de la misma procedencia y que vendía bisutería, quien en un gesto de ternura le obsequió a mi esposa –mi esposa, que bien suena, ¿verdad?-, uno de sus collares, al mismo tiempo que por sus mejillas blancas y tersas como piel de durazno, rodaban  lagrimas de emoción. Este gesto nos conmovió.  Quizás soñaba con su propio matrimonio que se le antojaba lejano o imposible por su extrema blancura debido a la falta de pigmentación. El gen de este defecto está presente en la región y no es difícil ver a más de un hijo del sol. Por cierto, su presencia me hizo recordar a mi tío, el de los ojos azules que chispeaban como las estrellitas navideñas.
        Cómo me hubiera gustado contar con la presencia de mis primos. Que se dieran cuenta de la bella mujer que, a partir de ese día, iba a compartir su vida conmigo. Estoy seguro que Telésforo hubiera sentido envidia, pero envidia de la buena y al mismo tiempo me felicitaría con sinceridad por mi buena suerte.  El pobre, si es que vive aún, se debe andar escondiendo del ejército. Y mi prima Camila, aunque no me dirigiera la palabra, me animaría con su presencia silenciosa y solidaria.
        Otro lustrador, animado por el que firmó primero, insistía en dejar su huella en tan trascendental acto. Lo complacimos y como no sabía firmar, literalmente dejó su huella, la digital.
        Ante la presencia de firmas de procedencia tan heterogénea, pensé  que una vez más quedaban de manifiesto las tan cacareadas multiculturalidad y multietnicidad de Guatemala.
        Viendo al nutrido público que se congregó a nuestro alrededor, me preguntaba si habría entre los presentes algún antigüeño. Una pregunta que resultaba ridícula estando en La Antigua Guatemala, pero la mayoría de las personas que se mueven por sus calles, ruinas y parques, son turistas extranjeros o nacionales, mientras que los nativos de la ciudad permanecen en la intimidad de sus hogares o en las prisiones de sus trabajos o negocios.
            Las autoridades, acostumbradas a la presencia de numerosas personas en el parque, que incluye a grupos de diferente índole,  ni se percataron del acto de nuestro enlace. En todo caso, no hacíamos nada ilegal.

            Terminado el acto, los curiosos empezaron a dispersarse, nosotros recogimos todos los enseres, los llevamos a los vehículos y partimos en busca de un hotel para brindar como Dios manda.

        Recorrimos a pie de ida y vuelta La calle de los mercaderes o Del Arco, admirando la arquitectura colonial de sus residencias y los colores propios de la ciudad. Luego, entramos a la Posada de don Rodrigo, la mansión que antes de ser convertida en hotel, llamaban, La Casa de los Leones, debido a que la fachada está adornada por dos leones de piedra en alto relieve.

        Cuando la noche cayó, los abogados y nuestros otros amigos regresaron a la capital, y nosotros, los recién casados, nos retiramos a  nuestra habitación, a rendir debido culto a los dioses del día: Afrodita y Eros.

            El temor que me asaltó durante la ceremonia, de no estar a la altura de las expectativas sexuales de mi pareja, fue infundado.  Se puso de manifiesto la sentencia que con aire dogmático me dijo uno de mis amigos: Para culito nuevo no hay pipe cansado. Claro, mi amigo pudo haberlo dicho con palabras más sutiles, como que, para mujer nueva no hay hombre cansado, o que para vulva nueva, (nótese, que no dije: para himen nuevo) no hay falo agotado, o la utilización de algún discreto eufemismo pero, se perdería la belleza de la expresión coloquial, parte del pintoresco lenguaje del pueblo chapín. 
        Y la máxima, resultó cierta, se cumplió. Doy fe de ello. Es más, como en estos tiempos no hay que ser excluyente por razones de género, ambos podríamos dar fe de ello.

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