lunes, 5 de diciembre de 2011

LA VIDA ES SENCILLA

Los libros de Chente
De venta en la librería: La casa del libro: 5a. Calle No.5-18, Zona 1.
Ciudad de Guatemala.
Teléfono 2232 1785. Ubicada en Casa Cervantes.



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CAPÍTULO 12

        Marchaba con paso firme sobre  la senda de mis cincuenta años de edad cuando me enamoré. Enamorarse no es privilegio de unos pocos, es un riesgo potencial para todos, sea hombre o mujer. Y me enamoré de ella y ella de mí.
        ¿Cómo sucedió?
        Me encontraba disfrutando de una fiesta de cumpleaños, en compañía de varios amigos, cuando la vi entrar y de inmediato captó mi atención. Era una chica de buena presencia, de ésas que no pasan desapercibidas y que todo el mundo vuelve a ver con admiración o con envidia. Lucía traje formal, gris; con blusa blanca, corta, que dejaba al descubierto un ombligo deliciosamente perfecto.  Un ombligo al aire que me invitaba a soñar despierto. Me hubiera gustado llenárselo con miel y sorberlo con lentitud, sintiendo el estremecimiento erótico de la damita.
        A mi memoria, vino el recuerdo de un día caluroso de marzo en el que después de haber hecho el amor con pasión con una de mis conquistas pasadas, me asombré al descubrir que el ombligo de mi compañera rebosaba de sudor. Era como un pequeño pozo. Sorprendidos y divertidos tuvimos que abatirlo con papel absorbente para que no mojara las sábanas. 
        Este recuerdo, hizo que deseara a la chica que entraba, pero jamás imaginé que a la postre llegaría a ser mi esposa.
        Ya el destino movía sus piezas.  Como un milagro, la linda señorita se dirigió hacia la mesa que ocupábamos con mis amigos y otros invitados que no conocíamos. Uno de esos convidados se puso de pié, la saludó y le ofreció un asiento entre él y yo.  Su belleza me cautivó y al mismo tiempo me dejó frío.  Estático.  
        Ella con la confianza que le daba su porte de reina y con la seguridad de quien se siente superior a los demás, se quitó la chaqueta, la colocó en el respaldo de su silla y al hacerlo, me regaló una sonrisa. La sonrisa mas linda que puede recibir un enamorado, porque de antemano, por ella, ya había claudicado hasta de la soltería.  Por lo menos, eso pensé, auque no habíamos cruzado palabra.
        En el pasado, había vivido varios años con una mujer, pero sin estar casados.
        Tomé un buen trago, para salir de la jaula en que me había atrapado su belleza y, adquiriendo valor de alto octanaje Gay Lusac, la invité a bailar. Me vio por un instante, dubitativa, pero luego, en sus ojos hubo un leve destello; un chispazo que interpreté como la promesa de un bello amanecer en el horizonte de mis solitarios sueños, y en un arranque inesperado, se puso de pie, tomó mi mano y nos dirigimos hacia la pista de baile. La seguí con docilidad, considerándome dichoso y aunque no lo comprobé, creía que todos me veían con envidia.
        Ahí surgió el amor. Yo, como mencioné, cincuentón, aparentando menos edad. Sin arrugas y bien maiceado, como dicen los muchachos. Ella, joven, llena de vitalidad, moviéndose al compás de la música.
            Mis ojos no perdían detalle, recorrían sus brazos, sus hombros, el cuello y caían sin resistencia hasta su ombligo y mi mirada se envolvía al rededor de su cintura cuando el ritmo musical la hacia girar.
        Es qué el cuerpo de una joven, no es lo mismo para el muchacho, que para el hombre maduro. Para el joven, es algo que todo el tiempo está a su alcance, lo natural y lo que esperaría en cualquier momento.  Es una joya, que si no se consigue aquí, se consigue allá.  Opciones le sobran.
        Para el hombre maduro, es un bien escaso, un regalo valioso. Un tesoro, que si no se aprovecha  puede perderse para siempre.  Es revivir o más bien, vivir de nuevo.
        Con este sentimiento, más que una idea, comencé a observar a las personas de mi alrededor. Tenía entre mis brazos al patrón con el que medía al mundo femenino y no encontraba símil.
        Para hacer más evidente la distancia entre mi sueño y la realidad, reparé en la antípoda de mi acompañante idealizada.
        Una de las danzantes vestía una blusa igual a la de Aleida, porque así se llamaba mi futura esposa. Hay patojas a las que les luce ese tipo de prenda. Muestran el abdomen plano, sin grasa y algunas hasta se adornan el ombligo con  llamativos pendientes. Pero a la que observaba, sin pudor alguno, le servía para exhibir sus lonjas. La flácida barriga se le desparramaba por el frente.  Esta chica, pensé, es un atentado contra el ornato, con esa figura contribuye a que la ciudad pierda su belleza.
       
        De antemano estaba conciente de que nunca en mi vida había afrontado algo parecido, algo tan peligroso, como el matrimonio.  No es que fuera gamófobo, pero es un peligro al que todos los hombres estamos expuestos, y no pocos sucumbimos en sus múltiples trampas.

        Siempre había creído que tener novia –o novio- era algo natural, algo que buscábamos todos y todas para pasar el rato, para entretener la vida, para estimularnos mutuamente con el placer de los besos y las caricias.
        Nunca había admitido que la meta del noviazgo fuera el matrimonio; al contrario, creía que el final del noviazgo llegaba cuando se presentaba la opción del matrimonio.  Por esa razón, si alguna de mis anteriores novias, en algún momento comentaba: «Cuando nos casemos haremos tal cosa...» Sentía un escalofrío que me helaba la sangre. -Pero si yo no estoy casándome, decía en mi interior-. Y cuando la cosa se ponía peliaguda, zafaba bulto.
        Para mí, el matrimonio era una opción remota que se daba en algún lugar más remoto aún.
        Así pensaba porque jamás había conocido la dimensión indiscutible del amor.  En realidad, nunca había estado enamorado.
        Ciego, por eso que llaman la locura del amor, mis creencias se disiparon, ni siquiera tenía conciencia de que alguna vez, esas ideas hubieran sido mías.
        Lo que los hados había escrito en el libro del destino tenía que suceder.
        Por supuesto, antes del matrimonia hubo oposición del padre de la chava. Cuando se enteró que su futuro yerno era un viejo, según sus palabras, entre otras cosas, le indicó: «Si tata era lo que buscabas, aquí me tienes, todavía no he muerto».

        ¡Pero valió!  Nos casamos.


        Llevado por el  hechizo de la conquista y el gozo del triunfo; por lo menos, así me parecía en ese momento, quise que nuestra boda fuera algo inolvidable y contagié a mi amada con ese entusiasmo y la ceremonia civil se realizó de la siguiente manera:
        Como entre mis amigos había  varios abogados, invité a tres de ellos a participar como oficiantes de la ceremonia. En realidad, sólo uno actuaría como notario y los otros dos como comparsas.  Deseaba imitar, en lo posible, a lo que me parecía el equivalente solemne de una misa de tres padres.
        Alquilamos una mesa plegadiza, cinco sillas, tres togas y una bandera nacional con su respectivo pedestal.  Un sábado por la tarde partimos hacia La Antigua Guatemala. Llevábamos como invitados, y en calidad de testigos, a otros dos de mis amigos y a dos amigas de mi flamante novia.  Los padres de ella se negaron a acompañarnos.

        Llegamos a la ciudad que el tiempo desdeñó, dejándola rezagada en el pasado. Nos estacionamos a corta distancia del parque central. Entre todos tomamos los artículos que transportábamos y en procesión caminamos por las calles empedradas, entre el costado de la catedral y la antigua Universidad de San Carlos, rumbo al parque. Caminamos los mismo pasos que generaciones anteriores recorrieron con sus ilusiones y esperanzas. El mismo escenario, pensé, diferentes actores y similares sueños.              
        Por esa misma calle pasaron personajes de la colonia, orgullosos de su ciudad y sus edificios. Hasta el Hermano Pedro, debe de haber transitado por ella infinidad de veces en su afán de ayudar al prójimo.
        Muchas personas nos antecedieron, formando parte de la evolución del vestido, las costumbres y el idioma, y muchas más a través de los siglos venideros pasarán sobre nuestras invisibles huellas.  Y ese día, viendo como se reducía la distancia entre el Palacio de los Capitanes Generales y nosotros, la recorrimos también con nuestras ilusiones y esperanzas. Al final de esa calle se distinguía el Cementerio de San Lázaro, destino final de muchos de los soñadores que nos precedieron.

         Ya en el parque, colocamos la mesa en un amplio espacio próximo a la Fuente de las Sirenas. Ante la mirada curiosa de los paseantes, los tres togados quedaron sentados de espalda a la Catedral y nosotros, los contrayentes, sentados de espaldas a la fuente.  En medio de ellos y nosotros, la mesa que nos separaba. Sobre ella, se colocó un buqué de claveles albos que pasamos comprando a última hora, una Biblia y el  Código Civil; todo, sobre un tapete blanco. A uno de los lados de la mesa, la Bandera Nacional.

        Ya instalados dentro del templo que formaban las frondosas copas de los árboles y con la decoración inigualable de sus jardines, más la presencia de los tres profesionales, ataviados con sus respectivas investiduras negras con ribetes rojos, atrajimos a más curiosos. Para mí, todos eran invitados espontáneos a nuestra boda, sin el compromiso posterior de brindarles algo.
        La contrayente, mi Aleida, estaba lindísima; y ya que no tendría la oportunidad de lucir el  tradicional traje blanco de novia, porque nuestra boda sería sólo por lo civil, se compró un traje sastre, crema, que le quedaba como anillo al dedo. Zapatos crema y un discreto sombrerito del cual se desprendía un velo que le cubría los ojos. Fue su gusto y yo lo aprobé. Me gustaría repetir una y mil veces que estaba bellísima. Era un bomboncito. Un ratoncito tierno para un gato viejo. Sólo con verla me sentía feliz y pensaba que a partir de ese día, sería mía por el resto de mi existencia. No es por presumir, pero yo también estaba elegante con mi esmoquin alquilado.

        Uno de los abogados, tomó la Biblia y leyó lo que a su juicio era lo apropiado para la ocasión. Ni atención le puse. La emoción que me embargaba, me hacía contemplar la escena por encima; era como si yo, hubiera abandonado mi cuerpo y me trasladara algunos metros por arriba para observar el acto de mi matrimonio.
        Frente a nosotros, como telón de fondo, la catedral con sus hornacinas ocupadas por las imágenes de quién sabe qué santos y en la parte superior de la puerta principal, algo que parecía insólito para nuestra sociedad tan mojigata y conservadora, dos mujeres desnudas en alto relieve. La gente pasa por ahí o entra a la iglesia y ni coco les ponen a estas dos damas que de alguna manera hicieron volar la imaginación del  arquitecto que diseñó y construyó el templo. Bueno, éste no es un caso único, conozco tres templos católicos del país, que en sus fachadas cuentan con mujeres desnudas. Quizás se trate de una reminiscencia de nuestra madre Eva, desde luego, antes que se comiera la manzana.
        Atrás de nosotros la “Fuente de la Plaza Mayor” llamada de Las Sirenas, la que fue construida  por el arquitecto Diego de Porres durante los años de 1738 a 1739, por encargo del Ayuntamiento.
         A la fuente la adornan cuatro mujeres que serían la envidia de cualquier nodriza, de sus ocho exuberantes senos ha brotado el agua por ya casi tres siglos, sin que se agote el manantial que se origina en lo más profundo de sus pétreas glándulas mamarias.
         Al fijarme en esos detalles, de las mujeres desnudas de la catedral y los exuberantes torsos de las féminas de la fuente, me imaginé que se debía a la proximidad de nuestra luna de miel que estaba a pocas horas de dar inicio. Sensible que se vuelve uno, ¿verdad?, ante la inminencia de un memorable acontecimiento.
        Sin embargo, un temorcito me asaltó: ¿Estaría yo, a la altura de las expectativas amatorias de mi pareja?
        Bueno, ya veremos –me dije- y borrando de mi mente ese atisbo de negativa duda que pretendía nublar mi momento de gloria, me calmé.
       
        El abogado central, el que fungía como notario, tomó la palabra. Leyó lo concerniente al matrimonio civil y luego nos interrogó si estábamos de acuerdo a aceptarnos mutuamente como cónyuges y como era de esperar, dijimos que sí.
       
        El tercer abogado nos felicitó por la fundación de una nueva familia, nos deseó toda clase de parabienes y a continuación nos invitó a firmar el acta de matrimonio. Varias personas del improvisado público,  accionaron sus cámaras fotográficas. Para los turistas se trataba de una experiencia  fuera de programa y un recuerdo más.
        Después que firmamos, bajo una lluvia de aplausos de la espontánea concurrencia, llegó el consabido beso, que me supo a gloria, si es que la gloria tiene sabor. Luego, el profesional invitó a los presentes que quisieran hacerlo, a firmar como testigos de tan solemne acto.
        Entre otros, firmaron nuestros amigos, una pareja de mochileros suecos, un lustrador, dos indígenas de San Antonio Aguas Calientes, de las que suelen vender telas típicas en el parque, otra indígena, hija del sol, de la misma procedencia y que vendía bisutería, quien en un gesto de ternura le obsequió a mi esposa –mi esposa, que bien suena, ¿verdad?-, uno de sus collares, al mismo tiempo que por sus mejillas blancas y tersas como piel de durazno, rodaban  lagrimas de emoción. Este gesto nos conmovió.  Quizás soñaba con su propio matrimonio que se le antojaba lejano o imposible por su extrema blancura debido a la falta de pigmentación. El gen de este defecto está presente en la región y no es difícil ver a más de un hijo del sol. Por cierto, su presencia me hizo recordar a mi tío, el de los ojos azules que chispeaban como las estrellitas navideñas.
        Cómo me hubiera gustado contar con la presencia de mis primos. Que se dieran cuenta de la bella mujer que, a partir de ese día, iba a compartir su vida conmigo. Estoy seguro que Telésforo hubiera sentido envidia, pero envidia de la buena y al mismo tiempo me felicitaría con sinceridad por mi buena suerte.  El pobre, si es que vive aún, se debe andar escondiendo del ejército. Y mi prima Camila, aunque no me dirigiera la palabra, me animaría con su presencia silenciosa y solidaria.
        Otro lustrador, animado por el que firmó primero, insistía en dejar su huella en tan trascendental acto. Lo complacimos y como no sabía firmar, literalmente dejó su huella, la digital.
        Ante la presencia de firmas de procedencia tan heterogénea, pensé  que una vez más quedaban de manifiesto las tan cacareadas multiculturalidad y multietnicidad de Guatemala.
        Viendo al nutrido público que se congregó a nuestro alrededor, me preguntaba si habría entre los presentes algún antigüeño. Una pregunta que resultaba ridícula estando en La Antigua Guatemala, pero la mayoría de las personas que se mueven por sus calles, ruinas y parques, son turistas extranjeros o nacionales, mientras que los nativos de la ciudad permanecen en la intimidad de sus hogares o en las prisiones de sus trabajos o negocios.
            Las autoridades, acostumbradas a la presencia de numerosas personas en el parque, que incluye a grupos de diferente índole,  ni se percataron del acto de nuestro enlace. En todo caso, no hacíamos nada ilegal.

            Terminado el acto, los curiosos empezaron a dispersarse, nosotros recogimos todos los enseres, los llevamos a los vehículos y partimos en busca de un hotel para brindar como Dios manda.

        Recorrimos a pie de ida y vuelta La calle de los mercaderes o Del Arco, admirando la arquitectura colonial de sus residencias y los colores propios de la ciudad. Luego, entramos a la Posada de don Rodrigo, la mansión que antes de ser convertida en hotel, llamaban, La Casa de los Leones, debido a que la fachada está adornada por dos leones de piedra en alto relieve.

        Cuando la noche cayó, los abogados y nuestros otros amigos regresaron a la capital, y nosotros, los recién casados, nos retiramos a  nuestra habitación, a rendir debido culto a los dioses del día: Afrodita y Eros.

            El temor que me asaltó durante la ceremonia, de no estar a la altura de las expectativas sexuales de mi pareja, fue infundado.  Se puso de manifiesto la sentencia que con aire dogmático me dijo uno de mis amigos: Para culito nuevo no hay pipe cansado. Claro, mi amigo pudo haberlo dicho con palabras más sutiles, como que, para mujer nueva no hay hombre cansado, o que para vulva nueva, (nótese, que no dije: para himen nuevo) no hay falo agotado, o la utilización de algún discreto eufemismo pero, se perdería la belleza de la expresión coloquial, parte del pintoresco lenguaje del pueblo chapín. 
        Y la máxima, resultó cierta, se cumplió. Doy fe de ello. Es más, como en estos tiempos no hay que ser excluyente por razones de género, ambos podríamos dar fe de ello.

LA MUERTE ES UN ACTO PROSAICO

Los libros de Chente
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LOS CAMINOS DE LA MUERTE


            El automóvil se detiene en la gasolinera y el conductor pide servicio.  Mientras lo atienden, le dice a su acompañante:
            ‑Clo, Mario está mal herido, si no lo atendemos puede morir.  Tenemos que hacer algo.
            ‑Sí, es cierto.  Aunque, viéndolo fríamente, su muerte nos conviene.  Entre menos coches más olotes.  Además, mató a uno de los guardias y el Banco filmó el hecho.
            ‑Estoy de acuerdo, si muere, nos toca más plata.  El problema, no lo olvides, es que después del asalto, escondió el botín y sólo él sabe en donde.  Si muere, corremos el riesgo de perderlo todo.
            ‑¡Maldición!  Tenía que salir herido el desgraciado. Con lo bien que funcionó el golpe.
            ‑Bueno, calmémonos.  La suerte está echada, si fallece, fallece.  Siempre he pensado que la muerte llega, cuando tiene que llegar y no antes, ni después.
            ‑Sí, es algo en que concurren cuatro coordenadas que fijan lugar y tiempo.  Y si estas allí, te chingaste.
            ‑Como no, el ingeniero, que me viene con coordenadas. ¡Presumile a otro!
            ‑No trato de presumirte, pero mirá, cuantas personas mueren víctimas de una bala perdida o de una bomba terrorista porque estaban ubicadas en el punto exacto y a la hora justa.
            ‑Sí, ¿verdad?
            ‑¿Querés más?  Se da en los accidentes automovilísticos, aéreos o en un derrumbe; sólo por mencionarte algunos.  La conjunción de las coordenadas espaciales y la del tiempo alcanzan al sujeto inexorablemente en el momento preciso.  Una pequeña desviación en el espacio o una variación en el tiempo, por leves que sean, y el echo trágico, no se realiza.
            ‑Algo de fatalista hay en eso, vos.  Pero, no está a nuestro alcance comprenderlo, mucho menos intervenir conscientemente en la alteración de los acontecimientos.  El caso  es que, aquel, se está muriendo.  Algo tenemos que hacer.
            ‑No lo podemos llevar a un hospital, porque de plano nos capturan.
            ‑¿Y si lo llevamos a un médico?
            ‑A lo mejor nos delata.
            ‑¿Y si lo secuestramos para que lo cure y después lo soltamos... o le damos aguas?
            En esa discusión están, cuando son interrumpidos por el empleado de la gasolinera que les pasa la cuenta.  Mientras Jorge paga, Clotilde observa a una persona que pasa llevando un maletín de médico.  Se trata de un individuo menudo, de tez morena, que viste chumpa de cuero, pantalón de lona, zapatos y calcetines, todos de color negro.
            Ignora que es la muerte, la que pasó a su lado.
            ‑Jorge, creo que hemos resuelto nuestro problema.  Acaba de pasar un matasanos, va a pie.  Lo alcanzamos y a como de lugar nos lo llevamos para que atienda a Mario.
            ‑¡Vamos!  No creo que haya algo, que no puedan arreglar unos cuantos billetes de a cien quetzales.
            Alcanzan a la muerte.  Hablan con ella y sube al vehículo.

            Llegan a la habitación en donde está el herido y el que suponen facultativo, lo examina.
            ‑Déjenme solo.  Voy a extraer la bala y a curarlo.  A menos que tengan estómago para quedarse.
            Jorge y Clotilde, prefieren salir.
            Mientras esperan, discuten sobre el destino que darán al doctor, después de que trate al herido.

            El tiempo pasa.  Los delincuentes se impacientan y deciden ir ver qué es lo que sucede.
            El galeno, ha desaparecido y el mobiliario de la habitación fue cambiado de posición.  El herido, duerme.
            Buscan al doctor, pero no lo hayan.
            ‑Ojalá, que no nos vaya a delatar  ‑dice Jorge‑.  Le pagamos bien y por adelantado.
            ‑Mirá, vos, no me intriga tanto la forma en que se marchó, sino el motivo que tuvo para cambiar de lugar las babosadas.
            ‑Tal vez sospechó que le podía pasar algo, no fue estúpido y por eso se largó.  Pero... ¿Por qué cambiaria de lugar los muebles, vos?
            ‑Sepa Judas, lo importante es que atendió a Mario.

            La muerte se había marchado, aún no tenía nada que hacer allí.  En ese momento, su tarea estaba en otra parte.

            Más tarde, Jorge, que se ha quedado molesto, reacciona con el hígado.  Reacciona impulsivamente, como suele hacerlo con frecuencia.
            ‑Ningún hijueputa, va venir a mi casa a cambiar de lugar lo que se le venga en gana.  No, sin mi permiso.  No importa que haya curado a Mario, vos.  ¡Aquí, mando yo!
            Se dirige a la habitación en donde está el herido y coloca los muebles en su posición original.  Las camas de Jorge y de Mario que habían sido intercambiadas de lugar, volvieron a sus respectivos sitios.

            Esa noche, la muerte regresa.  Viene por Mario, se encamina hasta el lugar en donde había colocado la cama con el herido.  Justamente en las coordenadas y en el tiempo que el destino habían señalado.  La muerte, sin saber del cambio de última hora, se lleva a Jorge.

LA VISITA DEL DEMONIO

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LA ARQUITECTURA INTERIOR

Soledad y Pablo ingresan al restaurante El Tiburón Sholco, buscan un lugar apartado y ordenan un par de copas con el licor más apetecible del lugar: Ron Zacapa Centenario, acompañadas de camarones empanizados.

            —Pablo, como tú sabes, Lesbia me ha invitado a acompañarla durante tres días en un viaje de descanso y placer a lo largo de la costa del Pacífico.

            —Sí, lo sé. No olvides que yo las presenté.

«Cómo lo voy a olvidar —se dice Soledad—, si sé perfectamente que el tal viajecito fue idea tuya y no es más que un anzuelo de Lesbia para que vivamos una aventura inédita. ¿Inédita? Sí, por lo menos para mí, porque todo el mundo sabe que ella ha recorrido mil veces ese fangoso y despreciado terreno del homosexualismo.»

            —No lo he olvidado, Pablo, y tampoco que fuiste tú quien me animó a enrolarme en esa aventura.

«Espero que ahora no se haga para atrás —piensa Pablo—. Me haría quedar mal, ya Lesbia está muy ilusionada. Y con razón, pues es un culito de antología. Con gusto se la escamotearía a esa hueca de porquería.»  

            —Recuerda que tuvimos largas conversaciones sobre el amor libre y sus diferentes manifestaciones. Y en principio, con valentía, manifestaste  estar de acuerdo.

«Siempre pensé —reflexiona Soledad— que nunca tendría el valor para acostarme con una mina, como dicen los argentinos. ¿Por qué le dirán mina a las mujeres? Será porque los paisanos del Che Guevara presumen de trabajar dentro de ellas y extraer de sus profundidades el oro del placer. ¡Sepa dios o el diablo!»

            —Sí, pero del dicho al hecho hay un gran trecho.

            —Vamos, chica. No es hora para amilanarse, el yate está por soltar amarras y ella te espera.

«Pero a pesar de todo —cavila la chica—, estoy aquí, con la tentación acariciando las partes íntimas de mi ser.  Sí, lo reconozco, me llama la atención experimentar, saber a qué sabe el sexo con alguien que no me va a dejar como bandera a media asta o sea a medio palo, que cuando apenas estoy empezando a calentar motores ya el incompetente minero se consumió en su propia combustión.»

            —Pablo, amigo mío, es privilegio de la mujer cambiar de opinión y lo estoy considerando.

«Tengo que insistir —se preocupa Pablo—, pues a Lesbia le debo que muchas patojas hayan pasado por mi petate.»

            —Sí Soledad, reconozco y acepto el veleidoso carácter de las mujeres, pero por favor mantén tu palabra.  Todos los gastos están hechos.

Ambos personajes, entre pensamientos y palabras, continúan jugando al pimpón interno, recorriendo los diferentes escenarios de su particular arquitectura interior. 

«Y luego —medita Soledad—, éste, qué ira a pensar de mí, después de que acepte ir a la cama con ese marimacho?  ¿Se burlará?  Bueno. ¡Qué me importa! En cuestiones de amor qué importa el género, si disfrutas del sagrado placer del sexo. Pero…»

            —Déjame pensar. No me presiones.

            —Mira, los seres humanos deben disfrutar de las excelencias del  hedonismo, qué como tú sabes, no es más que la doctrina que proclama que el placer es el fin supremo de nuestras vidas.

            —Sí, disfruto del placer pero… —se queda pensativa.

«La veo ahí, tan seria, tan circunspecta —piensa Pablo con aprehensión—, como quien no mata una mosca y sin embargo, la percibo dispuesta a cruzar esa línea. La línea del lesbianismo. Y precisamente con Lesbia, ¡Qué ironía! ¡Que son tiempos modernos! ¡Que el sexo ha alcanzado la mayoría de edad y que puede volar hasta la estratosfera!  ¡Huevos!  Para mí sigue siendo sagrado, cuando se trata de mi futura esposa y no pierdo la esperanza de qué lo sea. No me importa lo que hagan las otras mujeres. Qué hagan lo que quieran y mejor si lo hacen conmigo. Y como dijo un profundo pensador anónimo y filósofo callejero: cada quién puede hacer de su culo un candelero. ¡Que lo hagan! Pero sin perjudicarme.»

            —Soledad, la decisión es tuya. ¡Decídete!

«Lo noto muy pensativo —observa, Soledad— o quizás preocupado. ¿Será que se arrepiente de haberme predicado sobre el evangelio del amor libre y ahora que ya he levantado la mano para aceptar ese credo, se arrepiente. Porque teme que si llego a descubrir un nuevo placer, no retornaré a él. O serán simples celos de macho herido.»

            —Pero dime, Pablo, ¿acaso sientes celos?
           
«Yo soy el que debería llevarla en el barco —medita Pablo— y al mismo tiempo remontarla hasta las estrellas en la nave del orgasmo.  Suena bonito, pero me conformo con algo más terrenal.  Es cierto que he hecho el amor meciéndome en una cama colgante y en el suave zarandeo de los colchones de agua, pero me falta la experiencia de coger al vaivén de las olas o al rítmico movimiento de un tren. Darle una nueva dimensión al simple y prosaico polvo. De eso se trata, de experimentar una nueva sensación.»

            —Si. Pero te doy la oportunidad de escoger.

«Bueno, de él depende —razona Soledad— que me sumerja en la aventura de ese doble embarque o me quede pisando el sólido terreno de la heterosexualidad.  ¡Decídete cabrón y señálame el camino!»

            —Aconséjame, tú eres el experto.

«Le puedo pedir que se quede —vacila el hombre—, que huya de esa indeseable invitación. Para mí sería lo anhelado, pero temo que no me escuche.  Además, ¡maldición!, me roe la curiosidad por conocer su libre decisión.»

            —Sabes, confío en tu buen juicio. 

«¿Cuál será la intención de este puñetero de mierda? ¿Me estará probando? ¿Acaso quiere ver hasta dónde soy capaz de llegar antes de declararme su amor? O no me ama y sólo pretende dibujar una nueva marca en su libro de récord. La vulgar equis que señala una conquista más y con el agregado de haberme inducido a un adiestramiento previo para su insaciable satisfacción. ¿O será un simple hijo de puta disfrazado con el barniz de la educación superior? Y yo la victima propiciatoria que ofrenda al dios de la carnalidad.»

            —Bueno, saldré de aquí y tomaré mi decisión sin tu ayuda.

«Ésta ya se está encabronando, se me va a escapar y quién sabe hasta dónde sea capaz de llegar. Tengo que hacer algo, pero al chilazo.»

            —Espera, analicemos los pro y los contra.
           
«Ah cabrón, ya empezaste a vacilar, pronto pondrás las cartas sobre la mesa. Caerás en mis manos y sabré si me amas o no. Si sólo soy una aventura más o pretendes llevarme al tálamo nupcial con todas las de ley. De eso dependerá mi decisión final, porque ahora ya me piqué y para mí, las opciones siguen abiertas.
»Mírame a los ojos. ¡Cabrón, mírame a los ojos! Quiero verme en la profundidad de los tuyos. En el fondo de ese pozo que refleja a tu alma. Necesito ver que hay allí. ¿El deseo o el amor? Porque a la postre, el acto será el mismo, pero la motivación diferente.
»Pienso, luego existo. ¿Qué digo? ¡Pienso, luego me excito! Es que no te das cuenta que mis hormonas están en ebullición. ¡Arden! ¡Necesito apagarme! »Extinguir ese fuego que me consume.
»Contigo, macho.
»O con Lesbia.
»O haciendo honor a mi nombre, en mordaz soledad.
»¡Pero ya!»





LOS CUENTOS DE CHENTE

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Derecho de pernada

José está enamorado de María. La ama con todo su corazón. La quiere, pero la quiere sólo para él. Es lógico que así sea, de eso trata el amor; pero el derecho de pernada, ese maldito derecho que tiene su patrón por designio de saber quienes, le ha impedido casarse.
Hoy está en plácemes. El patrón ha muerto y sus hijos están estudiando en un país lejano. Sabe que ese país está al otro lado del gran mar y que para llegar allí se necesitan muchos días de viaje en una gran canoa. Regresarán hasta dentro de dos años, en 1912, según escuchó. Estando lejos, no pueden quitarle el primado, no pueden hacerle daño. No habrá quien invoque ese derecho como una herencia natural. En la hacienda está sólo la viuda del difunto terrateniente
            —Maríe, ora podemos casarnos si vos querés.


            —Si, Chepo, por querer, me tenés jodide. Si quiero. Pero, ¿vos crees que la patrona nos dé su venia?

            —Con probar nada se pierde, vos Maríe.
 
            —Depende de lo que querés probar, vos Chepo —dice María y baja los ojos con femenina coquetería, en un gesto universal que no reconoce razas ni fronteras.
            —Maríe, picare. Testoy hablande en serio.

            —Chepo, ¿y si no quiere? ¿Y si espera que regrese uno de sus hijes, para lo que vos sabés.
 
            —¡Pute, sólo eso nos faltabe! Yo voy probar, quienquite tengames suerte.
            —Sí, andá. Si da su venía, todes los hombres te envidiarán.
            José llega a la casa de la patrona. De regalo le lleva una gallina. La propietaria no la necesita; de hecho es dueña de todo lo que hay en la finca y eso incluye cosechas, animales y voluntades. Pero José tiene la esperanza de comprar su consentimiento para casarse con María. -Buen día le Dios patroncita.
            —Buenos días, José. ¿Y ese milagro?
            —¿Da su permise pa’pasar?
            —Entrá de una vez, si ya estás más adentro que afuera.
            José entra con la humildad que caracteriza a los oprimidos.
            —Patroncita te traige esta gaina para que hagás un tu caldite.
            —Algo querés, José. Tu regalo no es así nomás.
            —¡Ay!, patroncita, vos siempre tan liste.
            —Vamos al grano, José, que tengo mucho que hacer. ¿Qué querés?
            —-Vengue a solicitar tu venia pa’casarme con la Maríe, la hija del Pancho.
            —Bien decía yo que tu gallina no era así nomás.
            —La gaína es por cariñe.
            —Sí, claro —sonríe con mal disimulada burla y luego agrega-: José, vos sabés que existe una tradición, una ley: El derecho de pernada.
            —Si, patroncita —contesta José, viendo hacia el suelo-, pero el patrón ya no está y tus hijes están lejos.
            —El patrón —dice con resentimiento-, siempre usufructuó ese derecho, sin importarle mis sentimientos.
            ¿Y que hay de los sentimientes de mis hermanes?, pensó José.
            —El señor ya no está, pero ahora yo soy la que cobra el derecho de pernada —dice la hacendada con autoridad, sin quitar la vista de los escurridizos ojos de José.
            Jodide la vieje, pensó y le dirigió una mirada furtiva., tratando de conservar la milenaria inescrutabilidad de sus ancestros.
            —Sí, José, hoy la que cobra soy yo. ¿O creíste que te iba a salir gratis?
            —No, patroncita. Lo que su merced mande.
            —Bueno, no se hable más. Preparalo todo y ya sabés.
            José salió contento; había logrado su objetivo, tendría a su María y de ganancia a la dueña de todo lo que está a su alrededor. Sólo una cosa le preocupaba: ¿Qué pensaría la Maríe de eso?
            —Maríe, Maríe, la ama dio su venia pa’casarnos.
            —Que buene, vos Chepo y sin pagar el pernado, ese.
            —Maríe, aí está la cose, la señora cobre el derecho, el asunte se cambió, yo tengue que pagar –dice con fingida resignación.
            —Pute, vos Chepo; ¡eso si que no!
            —¡Cómo que no! ¿Y cuando vos eras el precie, qué? Yo tenía que morderme y llorar como mujer, mientras vos perdías tu valor.
            María reflexionó. Era cierto, José al igual que todos los mozos, tenía que sufrir la peor humillación de su vida y todavía quedar agradecido. Los papeles se invirtieron, pero ella está dispuesta a pagar el precio de su felicidad.
Que el Chepo pague, de todas maneras de una o de otra forme, siempre era él, el que iba a pagar. Con tal que la patrona no le agarre el guste.
            —Está bien Chepo. Pagá. Por lo menos sabrás que tu hije, es tu hije.
            En la finca hay muchos pequeños indios de ojos claros, claros como los que tenía el patrón fallecido. El hijo de ellos tendrá los ojos del color del barro húmedo, como el barro de su patria usurpada. Sólo era de esperar que no fuera a tener un hermano viviendo en la casa grande y que de ribete subyugara al de ellos. ¿Una hija? ¡Ni pensarlo es bueno! -¡Tatita Dios nos libre!
El día de la boda llegó.
            La ceremonia se celebra con solemnidad autóctona y con las viandas tradicionales.
            Los hombres de la finca envidian a José. Estrenará mujer, lo que ellos no hicieron, y de ganancia, él, es el pago. No es que la terrateniente sea joven, pero la desfloración de María es suficiente. La patrona es la revancha colectiva, aunque no haya un amo humillado. Tal vez, más tarde, cuando los hijos, los nuevos patrones regresen, compartan un poco del dolor que sufren los hombres de la finca.
            En sus corazones hay fiesta.
            Llegó la noche.
            José está sobrio. No tomó chicha ni boj. La ama, podría molestarse. Además quiere pagar el precio en su sano juicio, saber a que sabe la ladina y recordarlo siempre. Será un galardón que lucirá y que llegará a formar parte de la leyenda de su raza.
            Los invitados se retiraron. En la casa grande sólo quedan las tres divinas personas: La patrona, María y José. La señora se dirige a su habitación, vuelve a ver y dice:
            -José, llegó la hora de pagar.
            José deja a María arrullando su tristeza y resignación mientras entra al cuarto de la dueña de la finca.
            —¿En dónde está María?
            —Afuere patroncita, yo venge a pagar el pernado.

            —¡Indio bruto! Creés que porque las hormigas pican comen chile. Estás muy equivocado. La que tiene que pagar es María. ¡Vos, salí y decile que entre!